Ahorrame los detalles

En el último laboratorio de desarrollo de proyectos al que asistí en una ciudad italiana que no sé por qué me cuesta recordar el nombre (¿Padua? ¿Pav— algo con P), había un señor de Montenegro que tenía un proyecto de serie animada que giraba todo alrededor de las conversaciones entre un padre y su hijo. Era la adaptación de un libro que solo él había leído (el autor era amigo suyo) y era gracioso porque su estilo de presentarlo era seco y espartano: “Es un hombre que tiene un hijo y hablan. Y la serie son esas conversaciones”. Silencio. Había que ir haciéndole preguntas para lograr entender exactamente qué tenía en mente, cómo visualizaba no te digo la estética de la serie, sino su totalidad: ¿son dos personas que charlan nada más? ¿Mientras tanto hacen otras cosas? ¿Es graciosa, es triste, es algo en el medio? ¿Está pensada para niños o para adultos? El tipo de a poco iba soltando información y al final dejó ver lo que yo entendí era la premisa: Los niños necesitan enfrentarse a la realidad. Si el mundo es un caos, si hay peligros, riesgos, si están pasando cosas malas, ellos necesitan saber que eso está sucediendo. Protegerlos de lo malo solo los termina insensibilizando.

Yo me acordé enseguida de momentos en mi infancia en los que mi madre me respondía las preguntas con una franqueza tan desmedida, que me dejaba a veces en shock. Desde la definición exacta de lo que era “un condón” hasta por qué ese muchacho que me cuidaba no venía más a casa (“lo secuestraron, torturaron y asesinaron”), mi mente de siete u ocho años quedaba sacudida hasta la médula. Entonces intenté moderar el discurso del señor montenegrino, diciendo que decirle todo a un niño no es necesariamente educar. Enseguida me di cuenta de que es un argumento que puede sonar extraño, uno parece estar defendiendo la idea de “sobreproteger” a los hijos, algo que despierta la irrefrenable necesidad de algunas personas de explicarte que los chicos, quieras o no, se enfrentarán a la real realidad tarde o temprano.

Entonces… ¿les sacamos las curitas desde chicos, para que entiendan que el dolor será inevitablemente parte de sus vidas? ¿Le ponemos azúcar a todo lo que lo rodea, para que al menos disfrute de esos únicos años de inocencia antes de que se les caiga el mundo encima? ¿O vamos dándole la idea del dolor en cómodas cuotas? A fin de cuentas, el mundo de nuestro hijos es lo que nosotros construimos para ellos. ¿Es realmente necesario que se parezca tanto al mundo de afuera, ese que no podemos controlar?

En mi experiencia personal, la edulcoración de la realidad es una forma de traición de la confianza de nuestros hijos, que es nuestro bien más preciado como padres, la soja de nuestro 2011. La Vida es Bella es una peli que me hizo reír un montón cuando la vi, y me parece que la premisa es muy divertida, pero desde el punto de vista educativo es un desastre. Se me ocurre que en el futuro, el hijo de Roberto Benigni debe haber terminado negacionista del holocausto. “Nada que ver lo que dicen de Auschwitz, se vivía bien si no te importaba trabajar, yo estuve”. Compartir la verdad es importante, por horrible que sea. Al mismo tiempo, decir cada cosa que tenemos en la cabeza, creyendo que con eso estamos compartiendo la verdad es engañoso. Principalmente porque lo que tenemos en la cabeza no es ninguna “Verdad”, si no nuestra perspectiva de los hechos. Una de las cosas más shockeantes de tener hijos grandes, es que esa perspectiva, por definición, no es la misma que tienen ellos. Cada verdad es en realidad una visión atravesada por lo que nuestros sentidos -con sus limitaciones- pueden comunicarnos, y lo que nuestro cerebro -con las suyas- interpreta. Por eso al final, el tema de decir la verdad o mentir piadosamente está en las formas, en el cómo. Si sabemos cuánto espacio hay en los cajones del cerebro de nuestra hija, sabremos que antes de meter cien toneladas de peso emocional, mejor ir dando una idea general más liviana, que a su vez vaya abriéndole nuevos cajones donde meter lo cada vez más complejo.

Para eso, claro, no queda otra que tener ganas de pasar el tiempo con ellos, de escucharlos y darle espacio a sus emociones. La presencia es acción, y la acción es lo único real.

Mientras tanto, alguien tendría que escribir esa secuela a La Vida es Bella en la que el niño de grande se hace neo-Nazi.

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